Claroscuros

claroscurosPor José Luis Ortega Vidal.

Delirio.

Alfredo no tendría consciencia de lo sucedido hasta tres días después: cuando despertó en la cama de un hospital público, vigilado por policías y atendido por enfermeras a las que intentó sonreír –o en sentido estricto les ofreció una mueca que quiso ser amable- sin obtener respuesta alguna más allá de rostros adustos…

La memoria lo había traicionado en otras ocasiones, lo sabía; y ahora no fue la excepción…
También lo habían detenido más de una vez y la experiencia con la heroína siempre resultaba de graves consecuencias…

Inyectarla en la vena del brazo izquierdo, justo al frente de la coyuntura que conformaba su codo, era una experiencia deliciosa; los minutos siguientes conformaban un delirio abrumador que disfrutaba de manera incomparable…

Era volar, marchar, perderse, lograr lo que de otro modo le resultaba imposible: morir, pero antes de ello revivir esa amarga sensación de rechazo, abandono, desprecio…

Antes de la inyección, Alfredo se narraba a sí mismo -en la mente obstruida o lúcida- el placer de aguardar por el acceso al manjar…

La droga lo sumergía en un submundo de alucinación que concluía siempre con alguna acción de auto daño o de afectaciones a terceros…

– ¿Qué pasó esta vez? Le preguntó al policía que no lo conocía pero de quien no esperaba respuestas sobre su vida, su afición a las drogas, su niñez de “burrito” en la mafia, su adolescencia de contrabandista y su soledad en una familia hecha pedazos…

Sólo quería el dato sobre el resultado “final” del viaje y eso –calculó- el policía debía saberlo o –al menos- tener una idea…

– “¿Qué pasó jefe? ¿Qué chingaos hice esta vez? No recuerdo ni madre” expresaba.

El policía lo miró entre compasivo, molesto y silencioso…

Una enfermera como de 45 años –Alfredo recién había cumplido los 30- revisaba el suero, leía las prescripciones médicas, observaba las huellas que deja la heroína y recordaba los detalles narrados por testigos a lo largo de tres días; además de lo publicado en el periódico de la ciudad.

– “Casi matas a tu familia” le respondió.

– Y entonces Alfredo sintió un escalofrío y apenas alcanzó a preguntar: ¿Cómo?

– “Los encerraste en casa, abriste las parrillas de la estufa y ante la presencia del gas amenazaste con prender fuego mientras abrazabas el cilindro en el patio y sacabas un encendedor”

Luego Alfredo se enteró que, ante los gritos de sus víctimas, los vecinos acudieron a calmarlo, evitaron la tragedia, lo sometieron y rescataron a sus hermanos y a Celia –la mujer que lo trajo al mundo- a quien se acostumbró a llamar así nomás: Celia, a secas, tal como en su vida se volvió lugar común no haber conocido jamás a su padre…

Nadie fue a visitarlo mientras estuvo en el hospital y luego en la cárcel.

La soledad en ambos lugares –recordaría más tarde- era justamente como la soledad de la que escapaba con la droga.

De ahí el sabor dulce la heroína: en el delirio posterior al piquete sentía la compañía de alguien a quien nunca identificaba.

Dejó la heroína y durante un tiempo sólo fumó marihuana.

Ahí las cosas eran más claras: otra vez la soledad, el manjar no existía, apenas era un alimento delirante pero por fin logró identificar al personaje que lo rechazaba, lo hacía sentir despreciado y lo acompañaba sin darse cuenta: era Celia…

Junto a ella intentaba iniciar el viaje sin retorno y decirle -mientras marcharan- cuánto la amaba…

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